lunes, 31 de diciembre de 2012

¡10 AÑOS DE ANTITEATRO! | CAMBIAR EL MUNDO


-¿Sabe por qué quiero hacer teatro? Se lo voy a decir. Quiero hacer teatro porque quiero hacer algo por mí y por los demás. Quiero hacer teatro porque creo que sirve para comunicarse entre los seres humanos, porque creo que puede ser un camino hacia el entendimiento y hacia la comprensión. Por eso.
-Así que quieres cambiar el mundo...
-Pues sí, me encantaría cambiar este puto mundo. Y creo que todavía se puede cambiar.
[…]
Nosotros queríamos cambiar el mundo y desde luego no lo conseguimos. Ahora lo que intento es que el mundo no me cambie…
Noviembre, de Achero Mañas, 2003.

Alguien dijo alguna vez que quizás uno no pueda cambiar el mundo, pero que lo importante, lo verdaderamente importante, era que el mundo no lo cambie a uno. A mí me maravilló esta frase. La oí por primera vez de labios de Bernard Kudlak, director del Circo Plume, en un video en VHS que circulaba en forma clandestina y casi secreta entre los que nos dedicábamos al circo, en mi caso al circo callejero. De inmediato la adopté como frase de cabecera y cuando comenzamos a viajar con la compañía, a conocer gente y cada tanto, a dar una charla que incluía en ese entonces, casi siempre, una declaración de principios, solíamos citarla. Sin dar nombres, por si acaso.


En ese momento sentíamos que nos representaba, que decía por nosotros mucho más de lo que nosotros mismos podíamos decir, con esa secreta autoridad que se desprende de las máximas, sobre todo las que circulan de manera anónima, que las hace casi indiscutibles. Mágicas, podríamos decir.

Por suerte, creo yo, hoy en día, ya no nos representa demasiado.

Hay una película española, Noviembre, donde el personaje principal, al iniciarse en los misterios del teatro, declara que le gustaría, de hecho, cambiar el puto mundo. Él dice así: el puto mundo. Ese adjetivo, puesto de allí, de manera tan contundente me hace pensar un poco en cuáles serán realmente las preferencias sexuales del todo inabarcable que nos rodea, del que formamos parte y al que pertenecemos, mal que nos pese. De hecho MUNDO aunque es en español y en inglés o francés palabra masculina, en alemán es femenino (y no es de extrañar porque para ellos la luna es hombre y el sol mujer ¡Qué cosas!), y no conozco idioma en el que se atrevan a declararlo neutro. Pero todo esto no tiene mayor importancia.

Lo que me importa destacar es que, al igual que en el insulto equivalente “este mundo de mierda”, al ponerse como antecedente, PUTO, tiene una fuerza explosiva que acentúa el peso del mundo y como además hay una sonora repetición de la U, se tiene la sensación, después de haberlo escuchado con la entonación adecuada, que ya no se puede querer cambiar el mundo a secas, que el MUNDO no puede sino ser PUTO. En definitiva, que al querer cambiar el puto mundo, nos pasa un poco como decía Lacan del síntoma, que es como un pececito, al que cuanto más sentido se le da, más engorda. El mundo, a fuerza de ser puto, ha adquirido un peso que acaba por aplastar al protagonista de Noviembre y a todos nosotros en la volteada.

Por eso no resulta extraño que al final, el personaje se convenza de que al puto mundo, no hay con qué darle, no se lo puede cambiar. Mejor es intentar que el mundo, a fin de cuentas, no lo cambie a uno.

Se podría prever que eso de hecho no sucederá: que el mundo hará con esa mujer lo que hace con todos nosotros, nos pasará por encima. Como dice Mafalda, siempre sabia en cuestiones mundanas “¿Quién se cree la vida que es para hacerle estas porquerías a uno?” Aunque compartimos de manera un poco nostálgica, la indignación de Mafalda, siempre podríamos contestarle: la vida es la vida… Ni más ni menos. Y la vida, y el mundo, nos cambian.

El problema, siempre, es si nos cambian para bien o para mal. Pero tenemos que admitir que de hecho, pretender que el mundo no lo cambie a uno, implicaría pensar que uno es siempre el mismo. Y la verdad es que ese uno que creemos ser (que a veces no parece sino ser muchos) no hace otra cosa que cambiar. Es justamente el teatro quien nos enseña, a todos los que lo practicamos, que ese uno puede ser múltiple y diverso. Como dice el protagonista de Damiens, “esta mano, que parece siempre la misma, es y no es la misma mano: ha sido pequeña, regordeta, simpática. Será con el tiempo amarillenta, fláccida, débil”. Estamos cambiando. Y los directores saben que durante poco más de una hora, ese actor que parece tan tímido podría ser un monstruo de las proporciones de Roberto Zucco u Otelo, que esa actriz un poco antipática puede sin duda transformarse en Julieta o Lulú, que ese otro al que apenas toleramos, puede conmovernos hasta las lágrimas. Y como bien decía el loco Chávez, la magia del teatro consiste en que un montón de gente enferma o con celos, envidias y odios, produzca una obra sublime y llena de amor.


Pero claro, la función termina luego y cada cual vuelve a ser el que era, o eso querríamos creer. Sería muy difícil llevar hasta el extremo esta idea porque si detrás de eso que cambia no hubiera aquello que permanece, ese todo un poco errático que nos rodea sería completamente inestable, inasible, bastante molesto para cuestiones prácticas como sacar la basura, votar o casarse. Así que al final del día, por más transformadora que la experiencia de vivir nos vaya resultando, parece que somos los mismos que al amanecer. Y eso a pesar de que esto que dice ser un hombre (este firmamento de oro y púrpura, esta asamblea incandescente de vapores y gases y humo) parece algo bastante más complejo de lo que se ve a simple vista, por arriba y por debajo de la piel.

La pregunta entonces es, en ese fluir constante del tiempo, en esta mezcla heterogénea de recuerdos, vivencias, sensaciones ¿qué es lo que permanece? Para decirlo rápidamente, diré lo que han dicho antes muchos filósofos, psicólogos, historiadores e investigadores del lenguaje, sin llegar nunca del todo a ponerse de acuerdo, ni cesar de discutir: lo que queda es el nombre.

Pero no ese nombre aislado, inconmovible, como un peñasco en el centro del río que es el tiempo. Sino un nombre que nada en ese río, que tiene una historia que lo define, que le da sentido a aquello que hace… Lo que permanece, entonces, es esa historia que nos contamos de nosotros mismos. Esa que decimos que es nuestra historia.

Y así llegamos a 10 AÑOS DE ANTITEATRO. Pasaron diez años. Queda atrás una historia hecha de acontecimientos, pero también de sueños, deseos, circunstancias (como dice también Damiens). Por eso este libro y ese nombre. Un libro que como observarán, está compuesto de muchas voces de muchos amigos y compañeros con los que acordamos, disentimos, nos peleamos y discutimos, con los que nos une el amor (y el consecuente odio) por el teatro, sin que nunca lleguemos a saber muy bien qué queremos decir cuando usamos esa palabra. Un libro que es múltiple. Y que cambia, como todo (dice Violeta Parra, entre otros), como todos, estamos cambiando ahora, en este momento, mientras nos leemos, el libro a usted (amigo lector) y usted al libro.

Pero lo que permanece, lo que nos da una identidad, lo que nos deja amar, reír, casarnos, viajar a la luna, es esa historia, es ese cuento perpetuo que nos contamos de nosotros mismos. De allí que persigamos, hoy en día, la convicción enorme de que el teatro, en los albores del siglo XXI, es extraordinariamente necesario para que todas las historias sean contadas, las que todo el mundo quiere oír y las que sólo unos pocos están dispuestos a escuchar. las historias que no tienen abrigo en otro lugar que no sea en ese pequeño teatro ambulante, al costado del mundo, con dos o tres espectadores que no entienden muy bien por qué ese actor se está jugando la vida, en ese momento, sobre el escenario, mientras esos dos o tres únicos espectadores asisten a un instante que nunca volverá a repetirse.

Por eso ANTI además. Porque si el teatro quiere ser algo, en este momento particular de la historia del mundo, sólo puede serlo a condición de acabar con cualquier dogmatismo. Incluso el que lo sostiene sobre sí mismo. Porque si en algo ha tenido continuidad a lo largo de los siglos, ha sido en ser siempre el lugar donde se oye lo que no se quiere oír. No por nada Platón quería echar a patadas a los dramaturgos de su República. En un mundo perfecto, el teatro, claro, no tendría sentido.

¿Quién quiere un mundo perfecto?

Lo que queremos hoy en día, con el pobre mundo, en el que todos, los de acá y los de allá estamos inmersos, del que somos parte, aunque estemos en la periferia de la periferia, no es ya cambiarlo, ni impedir que nos cambie a nosotros, sino prenderlo fuego. Y a ver qué sale de las cenizas (todo esto en sentido metafórico, claro, pero qué importante es tener una buena metáfora en la que cabalgar los vientos). Lo que sabemos del mundo es que nos gusta por muchas cosas (los amaneceres, el amor, el sonido del mar, la risa) pero que por muchas otras, hasta nos da vergüenza vivir.

El mundo, a fin de cuentas, es una oreja. Ni más ni menos.

Cristian Palacios (10 AÑOS DE ANTITEATRO)
10 AÑOS DE ANTITEATRO | FOTOS DE LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO

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